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EL EVANGELIO DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO

 

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Sentimientos del Apóstol por los judíos

 

Os digo la verdad en Cristo, no miento y conmigo da testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo,

 

¡Verdad...Cristo...testimonio...conciencia....Espíritu Santo! Hay palabras que se inventan para satisfacer la vanidad intelectual, palabras que salen de las fosas del cerebro con la dureza y la glacialidad de las cadenas, palabras que estallan en el cuerpo de la humanidad como un látigo asesino hambriento de carne, devorando piel y sangre, hay palabras dulces como besos de chiquillos diciendo te quiero a su padre sin tejer una sola letra, hay palabras libertadoras y palabras genocidas, palabras que son abismos en cuyos precipicios se hunden las mentes alucinadas, imberbes, ignorantes y tediosas, palabras que son puertas de sabiduría y ciencia abriéndole al hombre nuevos horizontes, palabras de amor y odio, palabras de amor y tristeza. Palabras que según se juntan forman un castillo en las tinieblas o un sol de victoria despertando en nosotros la consciencia de ese ser humano primordial por amor al cual el universo entero se hizo pájaro recorriendo el bosque de las galaxias en busca de ramitas con las que hacerle en los brazos de su Creador nido y cuna. ¡Qué bello fue Adán! Paseando desnudo entre las fieras, Tarzán divino, con su palabra reinando en la selva, labrando la tierra cual héroe del cielo por toda espada la Verdad y por todo armamento la Conciencia del Espíritu Santo a cuyos pies puso la Creación entera su cuerpo. Dios lo concibió en el seno de una Palabra, la más hermosa, la más amada por su alma: ¡Verdad! La Verdad era su corona, su cetro, su manto de gloria, su alma, su ser, su sino, su destino, su risa y su conciencia. Todo en él era hermoso, su forma de mirar, de pensar, de dormir, de estirar su brazo y comer la fruta del árbol de la vida, su correr golpe a golpe con el león y la pantera, sus pensamientos en el infinito y sus sueños en la eternidad. Todo en él era inocente y puro. En fin, era como un tonto. No sabía lo que era el mal, era un hombre de palabra para quien la palabra era ley, a imagen y semejanza de la de Dios, su Padre. De nadie tenía miedo y nadie tenía por qué tenerle miedo. No tenía nada propio, todo era de su Dios y nada le pertenecía al hombre, pues todo había sido creado para disfrute y gozo de todos. Era un romántico nacido idealista. Jamás mataba, ni para comer ni para imponer su fuerza. El era el Hombre, la revolución después de la gran revolución del Neolítico, orgullo de su Creador y gloria de la Tierra en cuyo seno el Universo cultivara la Semilla de la Vida Inteligente. Con una quijada mató Caín a su hermano porque en la cabeza humana no cabía que de un instrumento para labrar la tierra pudiera forjarse una espada, una lanza, un misil. El Hombre no sabía lo que era la Guerra. La Paz era su Patrimonio. Así que cuando cayeron Adán y su Mundo, el Universo entero se quedó perplejo, atónita la Tierra, pasmado el Cielo, sólo en el Infierno los malditos demonios, una vez hijos de Dios, bailaron al son de los tambores de la destrucción total del Género Humano. ¡Pobre Adán! De rodillas en el polvo sufriendo visiones de terror, sobre su conciencia cayendo el recuerdo del futuro con la fuerza del látigo sobre la espalda de Cristo; de rodillas gritando de dolor con lágrimas envueltas en sangre, la sangre de su hijos y la de los hijos de su Mundo, bajo los cascos de las fuerzas del infierno, desatado por su Caída, enterrados en un dolor más fuerte que el pulso de la Creación en el núcleo duro del espíritu que al Principio derramó Dios sobre el pueblo de la Tierra. Donde se había escrito gloria se escribiría destrucción; donde se había escrito honor, se escribiría: devastación; donde se había escrito el nombre de la ciudad de Dios, se escribiría: exterminio. Y él, Adán, había sido el causante de la destrucción universal del Género Humano, de su Caída de las puertas de la Inmortalidad a la extinción total de su mundo en el polvo de la Muerte.

 

que siento una gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón

Esta Herencia fue el legado de Adán a Set, que pasó de Set a Noé, de Noé a Abraham, concibió en David la Corona, derramó su conciencia en los profetas, y fue recogida por Cristo Jesús, hijo de María, israelita de nacimiento, para manifestación del Amor Imperecedero Universal de Dios hacia su Criatura Humana y consolación de las naciones muertas y por nacer. En su corazón vivía la pena que en su día sintiera y bajo cuyo peso creyera morirse de dolor y angustia Adán; y sería desde esta Conciencia que Pablo se dirigió a los Romanos. Porque si Adán cayó de rodillas contemplando en visión el fin de su Mundo, el Apóstol, aunque sostenido por el Espíritu Santo, lloraba en visión la destrucción del pueblo israelita, que se avecinaba, y sería tan real como real vino a ser la visión que Adán viviera tras su Caída.

 

porque desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, mis deudos según la carne,

 

Pero como fue imposible detener el curso de la Justicia en el Caso Adán, también era imposible en el Caso Israelita detener el curso del Juicio de Dios, profetizado hacía mucho ya, en verdad, cuando se escribiera: “Decretada está la destrucción que acarreará la Justicia”. Impotente para detener el curso de los tiempos el Apóstol, y porque era Santo, lloraba esa imposibilidad que le rasgaba el alma en razón del amor natural que sentía por quienes eran sus hermanos según la carne y la sangre.

 

los israelitas, cuya es la adopción, y la gloria, y las alianzas, y la legislación, y el culto, y las promesas;

 

Por quienes sentía, como no podía ser de otro modo, los sentimientos más profundos. No olvidemos que el mismo que en su pasión cristiana derrama ahora sus palabras como lluvia sobre la tierra de los creyentes, éste mismo Pablo fue el Saulo que con el mismo apasionamiento derramó fuego contra estos mismos cristianos en nombre de esa adopción, de aquella gloria, de esas alianzas, de esa legislación y culto y promesas de las que el israelita se sentía orgulloso, eran su gloria y causa de desprecio hacia las demás naciones.

 

cuyos son los patriarcas y de quienes según la carne procede Cristo, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.

 

Gloria y Honor imperecederos a los que el Dios de Adán, padre de Israel y su descendencia, sumó el Nacimiento de Cristo Jesús, a quien elevó el Dios de Abraham tan alto cuan bajo fuera arrojado su padre, Adán. ¡¡Y qué gloria más alta y poderosa puede alcanzar la Criatura que sentarse a la altura de su Creador!! Pues como bajo cayó Adán, tocando las profundidades del Infierno, desde cuyo fondo viera la destrucción del mundo entero, así de alto elevó Dios a su Hijo y Heredero en la sangre y el Espíritu, según se escribió: “Pongo perpetua enemistad entre tu descendencia y la suya, tú le acecharas el calcañal y El te aplastará la cabeza”. De manera que de las profundidades más ignotas del Infierno a las alturas más inaccesibles del Cielo, de esta manera descubriéndonos Dios a todos sus hijos el lugar donde puso el Traidor sus ojos, este mismo Trono en que hacía sentar ahora Dios al hijo del Hombre, hijo de Adán, hijo de Dios, Jesucristo, nuestro Rey y Salvador, nuestro Héroe y Señor, nuestro Padre y Creador. Aleluya. Gloria al israelita, pero mayor gloria la del Apóstol, porque sumó a la de la carne la del Espíritu.

 

Y no es que la palabra de Dios haya caído vacía, pues no todos los de Israel son de Israel,

 

Nacido el hijo del Hombre y glorificado por la Resurrección, la ruptura entre lo Antiguo y lo Nuevo se forjó sin vuelta atrás. El que tenía que nacer con la Maza había nacido y su Victoria se consumó. Cristo Jesús era el hijo del Hombre, el heredero de la Promesa de Venganza contra la Serpiente. Desde El y a raíz de su Victoria, se producía una inmensa fisura en el seno del mundo israelita, que podemos definir diciendo aquello de: Adaptarse o morir. Es decir, avanzar hacia el Futuro o quedarse clavado en el Pasado esperando que el tren sin retorno que saliera de la estación del Presente volviese a pasar. La primera postura fue la del Apóstol y sus congéneres en el Espíritu; la última la de los judíos, que aún dos milenios después siguen sentados en la estación esperando que el hijo del Hombre nazca y les dé el Poder Absoluto sobre todas las Naciones de la Tierra.

 

ni todos los descendientes de Abraham son hijos de Abraham, sino que por Isaac será nombrada tu descendencia.

La ruptura cristiana en el seno de la comunidad israelita, en consecuencia, procede de la Razón por la que Abraham fuera bendecido por Dios. Y que se enmarca dentro de la Conciencia que lega Adán a su descendencia, por la cual y por su culpa el Género Humano fue privado del Futuro que Dios legó a todas las naciones de la Tierra. Culpa que en su Justicia nos reveló Dios limitada a la Ignorancia de Adán sobre la Ciencia del Bien y del Mal, en virtud de cuya Ignorancia se imponía el Sacrificio Expiatorio en cuya Sangre la Redención reclamada se consumaría y por cuya Consumación se le abriría al Género Humano en su Plenitud las Puertas de la libertad de la gloria de los hijos de Dios, gloria que nos fuera sustraída por la Caída del padre de este mismo Abraham. De manera que a raiz del Sacrificio Expiatorio Universal, del que el sacrificio simbólico de Isaac fue su modelo, los hijos de Abraham serían contados en Razón de esta Conciencia Patriarcal y no simplemente por el hecho de ser descendiente sanguíneo.

 

Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino los hijos de la promesa son tenidos por descendencia.

 

Digamos en descargo del judío y buscando su salud, que era imposible para hombre alguno, pues que lo fuera para el propio asesino de Adán y su Mundo, concebir el modo y manera en que el hijo del Hombre, hijo de Adán, le aplastaría la cabeza al Jefe de la Rebelión contra el Imperio de Dios. Ni el mismo Satán, teniendo acceso a la Presencia de Dios, como se ve en el libro de Job, fue capaz de entrar en la Mente del Omnisciente Padre de todos los príncipes de su Imperio. El hecho es que el Duelo a muerte entre Satán y el hijo del Hombre, o sea, Cristo, estaba anunciado desde el mismo Día de la Caída. Y que queriendo ser el Campeón elegido para medir sus fuerzas con el Asesino de su padre, incapaz de comprender la Razón Divina, Caín mató a Abel en un intento de obligar a Dios, pues que su padre no tenía más hijos, a proclamarlo su Campeón. El juicio misericordioso Divino contra el fratricida expone a la vista este juego de sentimientos en la causa de la muerte de Abel. Quiero decir, el propio Unigénito de Dios se encarnó en la Virgen con el espíritu puesto en la Idea del Mesías al estilo que el Judaísmo posdavídico pusiera en circulación y le costara al reino de los Hebreos su destrucción. El Episodio del Niño en el Templo es el Acontecimiento Histórico que marcó lo que llamamos el Volver a Nacer de Jesús, que devino Cristo al descubrir en su Padre la Verdadera Imagen que bullía en la Mente de Dios. La Maza del Vengador de la Sangre de Adán era la Cruz. Misterio insondable e inefable para sus hermanos de sangre en Abraham, la Cruz sería el Arma con el que el hijo del Hombre le aplastaría a la Serpiente la Cabeza. Atrapados los hijos de Abraham en la misma Ignorancia al amparo de cuya realidad el Enemigo hundiera el puñal de la Traición en el pecho de Adán, ahora eran sus descendientes quienes hundidos bajo el peso de esa misma Ignorancia hundían el puñal de la rebelión contra el Reino de Dios en el pecho de Cristo Jesús, el hijo del Hombre. De manera que esperándolo ambos, tanto los hijos de Dios aliados en la Rebelión de la Serpiente como los hijos de Abraham bajo la corona de los Césares, ignorantes ambos sobre la naturaleza del Arma con la que Dios vestiría a su Campeón, cumpliendo por su Brazo la Promesa: “Te aplastará la cabeza”, ambos se unieron para acometer el mismo acto: La Crucifixión del Mesías. Acto consumado que, aunque ejecutado en la Ignorancia, según la Palabra del propio Mesías: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, al igual que el de Adán, aunque igualmente acometido en la Ignorancia, tenía que acarrear y acarreó el cumplimiento de la Justicia que decretara la Destrucción del reino de Israel. De la que se salvaría un resto, según las profecías, y a partir de las cuales sólo los hijos de la Promesa serían contados como Descendencia espiritual de Abraham.

Los términos de la promesa son estos: Por este tiempo volveré y Sara tendrá un hijo.

Promesa en la que es obvio ver la Omnipresencia Divina en el transcurso de los milenios el pensamiento puesto en el Duelo Final entre el hijo del Hombre y la Cabeza de la Serpiente. Omnipresencia que se manifiesta omnisciente hasta el mínimo detalle transformando toda autoría humana en consecuencia de la acción Divina. Autoría que en la risa de Sara y la incredulidad de Abraham nos pone de manifiesto la imposibilidad de la inteligencia humana para por sus solas fuerzas entrar en la Mente del Creador de todas las cosas. Imposibilidad que devendría la causa de la ruina del Enemigo y, por efecto, de la destrucción del reino y nación de los israelitas.

 

Ni es sólo esto: también Rebeca concibió de un sólo varón, nuestro padre Isaac. Pues bien

 

Omnipresencia omnisciente -valga el aforismo- que talla en el tiempo la morfología de los acontecimientos hebreos y los convierte en una Obra Universal firmada por el Señor de Abraham y los Profetas: la Biblia. Y esto

 

cuando aún no había nacido ni había hecho aún bien ni mal, para que el propósito de Dios, conforme a la elección, no por las obras, sino por el que llama, permaneciese,

 

Es decir, la Batalla Final es entre el Cielo y el Infierno, entre Dios y la Muerte, entre el Reino de Dios y el Imperio del Maligno. La Caída de Adán superó los límites de la Tierra y envolvió la concepción de la Creación entera. De aquí que en respuesta Dios dijera: “he aquí que hago unos Nuevos Cielos y una Nueva Tierra”. Dios refunda la estructura de su Creación. La Caída marcó un Antes y un Después no sólo en la Historia del Género Humano sino también y sobre todo en la propia Biohistoria Divina. Es Dios quien clama Venganza sobre el cadáver de Adán, es Dios quien Reclama Misericordia para la Descendencia del Hombre. Es Dios el que elige a sus siervos y profetas, el que quita y pone, el que hace de la vida de sus personajes bíblicos su Obra. La Biblia se transforma, desde su Inicio, en un Libro escrito con Sangre y puesto en vivo en el escenario de la Carne. Su cumbre, su Apogeo será el Duelo Final entre el hijo del Hombre, hijo de Adán, y la Cabeza de la Serpiente, Satán, hijo de Dios. Este Duelo entre hijos de Dios será su Ultimo Acto. Cierto que la Ley obligaba a Dios a elegir un hijo del muerto, según lo escrito: “De la vida del hombre de la mano de otro hombre reclamaré venganza”; pero siendo un hijo de Dios el muerto la Ley se abría a la Casa del propio Dios, de aquí que siendo un hijo de Dios el difunto, nuestro Adán, la elección de Dios pusiera su ojo en el de entre sus hijos el más grande, su Primogénito: “Príncipe de la Paz, Dios Fuerte, Padre sempiterno”. Esta elección es la que se puso de manifiesto en el Sacrificio de Isaac, y que, conociéndola de antemano por revelación, estuvo en la causa de la Obediencia de Abraham, sacrificando a su propio unigénito a los pies de la Esperanza Universal de Salvación que la redención del Pecado de Adán derramaría sobre todas las naciones del Género Humano. Y esto, como dice el Apóstol, antes siquiera que hombre alguno hubiera puesto sobre la mesa respuesta alguna al Drama de la Humanidad.

 

le fue a ella dicho: el mayor servirá al menor

 

De Dios era la Batalla, Suya la Elección y Suya la Ley por la que esta Elección se abrió a su propia Casa. Pues si Adán no hubiera sido hijo de Dios la Elección del Primogénito para Vengar la muerte de su hermano menor, nuestro Adán, hubiera sido contra Ley; ahora bien, si Adán no hubiera sido hijo de Dios la extensión de su Delito a toda la Humanidad hubiera sido un acto contra Justicia, entrando entonces Dios como parte del Delito. Es Cristo Jesús el que desde su Cruz Expiatoria Justifica tanto a Dios como a Adán y hace Justicia sobre el Asesino firmando con su Sangre su destierro de la Creación de Dios.

 

según lo que está escrito: Amé a Jacob y odié a Esaú.

 

Lo que puede traducirse diciendo: Amé a Adán y odié a Satán. Amor y odio de los que deben sacarse las consecuencias adecuadas en relación a nuestra propia elección sobre el Bien y el Mal, sobre el Pasado y el Futuro. Pues la Libertad implica que el predeterminismo de la presciencia omnisciente divina -necesaria en cuanto la Ignorancia se mantuvo por Ley- da paso a la inteligencia independiente que desde su pensamiento determina su propio camino en el tiempo y el espacio. Conocer a Dios, a Aquel que dijera de Sí Mismo: “Yo soy el que soy” es, en este orden, infinitamente más necesario que conocer la estructura del universo, la constitución de los tiempos o la naturaleza de los elementos. El Espíritu de Dios ha derramado su Ley sobre toda su Creación y no puede existir en la eternidad y el infinito sino lo que anda a la luz de dicha Ley. Toda la Biblia, en definitiva, no es otra cosa que la expresión en letras de este Espíritu, desde el que San Pablo le escribe a los Romanos Horas antes de la Gran Persecución Romana, que no sería la última pero sí la Primera.

 

21.La justicia de Dios para con los gentiles y los judíos

¿Qué diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? No,