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EL EVANGELIO DE CRISTO
20 Sentimientos
del Apóstol por los judíos
Os digo la verdad en Cristo, no miento y conmigo da testimonio mi conciencia
en el Espíritu Santo,
¡Verdad...Cristo...testimonio...conciencia....Espíritu
Santo! Hay palabras que se inventan para satisfacer la vanidad
intelectual, palabras que salen de las fosas del cerebro con la
dureza y la glacialidad de las cadenas, palabras que estallan
en el cuerpo de la humanidad como un látigo asesino hambriento
de carne, devorando piel y sangre, hay palabras dulces como besos
de chiquillos diciendo te quiero a su padre sin tejer una sola
letra, hay palabras libertadoras y palabras genocidas, palabras
que son abismos en cuyos precipicios se hunden las mentes alucinadas,
imberbes, ignorantes y tediosas, palabras que son puertas de sabiduría
y ciencia abriéndole al hombre nuevos horizontes, palabras de
amor y odio, palabras de amor y tristeza. Palabras que según se
juntan forman un castillo en las tinieblas o un sol de victoria
despertando en nosotros la consciencia de ese ser humano primordial
por amor al cual el universo entero se hizo pájaro recorriendo
el bosque de las galaxias en busca de ramitas con las que hacerle
en los brazos de su Creador nido y cuna. ¡Qué bello fue Adán!
Paseando desnudo entre las fieras, Tarzán divino, con su palabra
reinando en la selva, labrando la tierra cual héroe del cielo
por toda espada la Verdad y por todo armamento la Conciencia del
Espíritu Santo a cuyos pies puso la Creación entera su cuerpo.
Dios lo concibió en el seno de una Palabra, la más hermosa, la
más amada por su alma: ¡Verdad! La Verdad era su corona, su cetro,
su manto de gloria, su alma, su ser, su sino, su destino, su risa
y su conciencia. Todo en él era hermoso, su forma de mirar, de
pensar, de dormir, de estirar su brazo y comer la fruta del árbol
de la vida, su correr golpe a golpe con el león y la pantera,
sus pensamientos en el infinito y sus sueños en la eternidad.
Todo en él era inocente y puro. En fin, era como un tonto. No
sabía lo que era el mal, era un hombre de palabra para quien la
palabra era ley, a imagen y semejanza de la de Dios, su Padre.
De nadie tenía miedo y nadie tenía por qué tenerle miedo. No tenía
nada propio, todo era de su Dios y nada le pertenecía al hombre,
pues todo había sido creado para disfrute y gozo de todos. Era
un romántico nacido idealista. Jamás mataba, ni para comer ni
para imponer su fuerza. El era el Hombre, la revolución después
de la gran revolución del Neolítico, orgullo de su Creador y gloria
de la Tierra en cuyo seno el Universo cultivara la Semilla de
la Vida Inteligente. Con una quijada mató Caín a su hermano porque
en la cabeza humana no cabía que de un instrumento para labrar
la tierra pudiera forjarse una espada, una lanza, un misil. El
Hombre no sabía lo que era la Guerra. La Paz era su Patrimonio.
Así que cuando cayeron Adán y su Mundo, el Universo entero se
quedó perplejo, atónita la Tierra, pasmado el Cielo, sólo en el
Infierno los malditos demonios, una vez hijos de Dios, bailaron
al son de los tambores de la destrucción total del Género Humano.
¡Pobre Adán! De rodillas en el polvo sufriendo visiones de terror,
sobre su conciencia cayendo el recuerdo del futuro con la fuerza
del látigo sobre la espalda de Cristo; de rodillas gritando de
dolor con lágrimas envueltas en sangre, la sangre de su hijos
y la de los hijos de su Mundo, bajo los cascos de las fuerzas
del infierno, desatado por su Caída, enterrados en un dolor más
fuerte que el pulso de la Creación en el núcleo duro del espíritu
que al Principio derramó Dios sobre el pueblo de la Tierra. Donde
se había escrito gloria se escribiría destrucción; donde se había
escrito honor, se escribiría: devastación; donde se había escrito
el nombre de la ciudad de Dios, se escribiría: exterminio. Y él,
Adán, había sido el causante de la destrucción universal del Género
Humano, de su Caída de las puertas de la Inmortalidad a la extinción
total de su mundo en el polvo de la Muerte.
que siento una gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón
Esta Herencia fue el legado
de Adán a Set, que pasó de Set a Noé, de Noé a Abraham, concibió
en David la Corona, derramó su conciencia en los profetas, y fue
recogida por Cristo Jesús, hijo de María, israelita de nacimiento,
para manifestación del Amor Imperecedero Universal de Dios hacia
su Criatura Humana y consolación de las naciones muertas y por
nacer. En su corazón vivía la pena que en su día sintiera y bajo
cuyo peso creyera morirse de dolor y angustia Adán; y sería desde
esta Conciencia que Pablo se dirigió a los Romanos. Porque si
Adán cayó de rodillas contemplando en visión el fin de su Mundo,
el Apóstol, aunque sostenido por el Espíritu Santo, lloraba en
visión la destrucción del pueblo israelita, que se avecinaba,
y sería tan real como real vino a ser la visión que Adán viviera
tras su Caída.
porque desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, mis deudos
según la carne,
Pero como fue imposible detener
el curso de la Justicia en el Caso Adán, también era imposible
en el Caso Israelita detener el curso del Juicio de Dios, profetizado
hacía mucho ya, en verdad, cuando se escribiera: “Decretada está
la destrucción que acarreará la Justicia”. Impotente para detener
el curso de los tiempos el Apóstol, y porque era Santo, lloraba
esa imposibilidad que le rasgaba el alma en razón del amor natural
que sentía por quienes eran sus hermanos según la carne y la sangre.
los israelitas, cuya es la adopción, y la gloria, y las alianzas, y la legislación,
y el culto, y las promesas;
Por quienes sentía, como no
podía ser de otro modo, los sentimientos más profundos. No olvidemos
que el mismo que en su pasión cristiana derrama ahora sus palabras
como lluvia sobre la tierra de los creyentes, éste mismo Pablo
fue el Saulo que con el mismo apasionamiento derramó fuego contra
estos mismos cristianos en nombre de esa adopción, de aquella
gloria, de esas alianzas, de esa legislación y culto y promesas
de las que el israelita se sentía orgulloso, eran su gloria y
causa de desprecio hacia las demás naciones.
cuyos son los patriarcas y de quienes según la carne procede Cristo, que está
por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.
Gloria y Honor imperecederos
a los que el Dios de Adán, padre de Israel y su descendencia,
sumó el Nacimiento de Cristo Jesús, a quien elevó el Dios de Abraham
tan alto cuan bajo fuera arrojado su padre, Adán. ¡¡Y qué gloria
más alta y poderosa puede alcanzar la Criatura que sentarse a
la altura de su Creador!! Pues como bajo cayó Adán, tocando las
profundidades del Infierno, desde cuyo fondo viera la destrucción
del mundo entero, así de alto elevó Dios a su Hijo y Heredero
en la sangre y el Espíritu, según se escribió: “Pongo perpetua
enemistad entre tu descendencia y la suya, tú le acecharas el
calcañal y El te aplastará la cabeza”. De manera que de las profundidades
más ignotas del Infierno a las alturas más inaccesibles del Cielo,
de esta manera descubriéndonos Dios a todos sus hijos el lugar
donde puso el Traidor sus ojos, este mismo Trono en que hacía
sentar ahora Dios al hijo del Hombre, hijo de Adán, hijo de Dios,
Jesucristo, nuestro Rey y Salvador, nuestro Héroe y Señor, nuestro
Padre y Creador. Aleluya. Gloria al israelita, pero mayor gloria
la del Apóstol, porque sumó a la de la carne la del Espíritu.
Y no es que la palabra de Dios haya caído vacía, pues no todos los de Israel
son de Israel,
Nacido el hijo del Hombre y
glorificado por la Resurrección, la ruptura entre lo Antiguo y
lo Nuevo se forjó sin vuelta atrás. El que tenía que nacer con
la Maza había nacido y su Victoria se consumó. Cristo Jesús era
el hijo del Hombre, el heredero de la Promesa de Venganza contra
la Serpiente. Desde El y a raíz de su Victoria, se producía una
inmensa fisura en el seno del mundo israelita, que podemos definir
diciendo aquello de: Adaptarse o morir. Es decir, avanzar hacia
el Futuro o quedarse clavado en el Pasado esperando que el tren
sin retorno que saliera de la estación del Presente volviese a
pasar. La primera postura fue la del Apóstol y sus congéneres
en el Espíritu; la última la de los judíos, que aún dos milenios
después siguen sentados en la estación esperando que el hijo del
Hombre nazca y les dé el Poder Absoluto sobre todas las Naciones
de la Tierra.
ni todos los descendientes de Abraham son hijos de Abraham, sino que por Isaac será nombrada tu descendencia.
La ruptura cristiana en el seno
de la comunidad israelita, en consecuencia, procede de la Razón
por la que Abraham fuera bendecido por Dios. Y que se enmarca
dentro de la Conciencia que lega Adán a su descendencia, por la
cual y por su culpa el Género Humano fue privado del Futuro que
Dios legó a todas las naciones de la Tierra. Culpa que en su Justicia
nos reveló Dios limitada a la Ignorancia de Adán sobre la Ciencia
del Bien y del Mal, en virtud de cuya Ignorancia se imponía el
Sacrificio Expiatorio en cuya Sangre la Redención reclamada se
consumaría y por cuya Consumación se le abriría al Género Humano
en su Plenitud las Puertas de la libertad de la gloria de los
hijos de Dios, gloria que nos fuera sustraída por la Caída del
padre de este mismo Abraham. De manera que a raiz del Sacrificio
Expiatorio Universal, del que el sacrificio simbólico de Isaac
fue su modelo, los hijos de Abraham serían contados en Razón de
esta Conciencia Patriarcal y no simplemente por el hecho de ser
descendiente sanguíneo.
Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino los hijos de la
promesa son tenidos por descendencia.
Digamos en descargo del judío
y buscando su salud, que era imposible para hombre alguno, pues
que lo fuera para el propio asesino de Adán y su Mundo, concebir
el modo y manera en que el hijo del Hombre, hijo de Adán, le aplastaría
la cabeza al Jefe de la Rebelión contra el Imperio de Dios. Ni
el mismo Satán, teniendo acceso a la Presencia de Dios, como se
ve en el libro de Job, fue capaz de entrar en la Mente del Omnisciente
Padre de todos los príncipes de su Imperio. El hecho es que el
Duelo a muerte entre Satán y el hijo del Hombre, o sea, Cristo,
estaba anunciado desde el mismo Día de la Caída. Y que queriendo
ser el Campeón elegido para medir sus fuerzas con el Asesino de
su padre, incapaz de comprender la Razón Divina, Caín mató a Abel
en un intento de obligar a Dios, pues que su padre no tenía más
hijos, a proclamarlo su Campeón. El juicio misericordioso Divino
contra el fratricida expone a la vista este juego de sentimientos
en la causa de la muerte de Abel. Quiero decir, el propio Unigénito
de Dios se encarnó en la Virgen con el espíritu puesto en la Idea
del Mesías al estilo que el Judaísmo posdavídico pusiera en circulación
y le costara al reino de los Hebreos su destrucción. El Episodio
del Niño en el Templo es el Acontecimiento Histórico que marcó
lo que llamamos el Volver a Nacer de Jesús, que devino Cristo
al descubrir en su Padre la Verdadera Imagen que bullía en la
Mente de Dios. La Maza del Vengador de la Sangre de Adán era la
Cruz. Misterio insondable e inefable para sus hermanos de sangre
en Abraham, la Cruz sería el Arma con el que el hijo del Hombre
le aplastaría a la Serpiente la Cabeza. Atrapados los hijos de
Abraham en la misma Ignorancia al amparo de cuya realidad el Enemigo
hundiera el puñal de la Traición en el pecho de Adán, ahora eran
sus descendientes quienes hundidos bajo el peso de esa misma Ignorancia
hundían el puñal de la rebelión contra el Reino de Dios en el
pecho de Cristo Jesús, el hijo del Hombre. De manera que esperándolo
ambos, tanto los hijos de Dios aliados en la Rebelión de la Serpiente
como los hijos de Abraham bajo la corona de los Césares, ignorantes
ambos sobre la naturaleza del Arma con la que Dios vestiría a
su Campeón, cumpliendo por su Brazo la Promesa: “Te aplastará
la cabeza”, ambos se unieron para acometer el mismo acto: La Crucifixión
del Mesías. Acto consumado que, aunque ejecutado en la Ignorancia,
según la Palabra del propio Mesías: “Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen”, al igual que el de Adán, aunque igualmente
acometido en la Ignorancia, tenía que acarrear y acarreó el cumplimiento
de la Justicia que decretara la Destrucción del reino de Israel.
De la que se salvaría un resto, según las profecías, y a partir
de las cuales sólo los hijos de la Promesa serían contados como
Descendencia espiritual de Abraham.
Los términos de la promesa son
estos: Por este tiempo volveré y Sara tendrá un hijo.
Promesa en la que es obvio ver
la Omnipresencia Divina en el transcurso de los milenios el pensamiento
puesto en el Duelo Final entre el hijo del Hombre y la Cabeza
de la Serpiente. Omnipresencia que se manifiesta omnisciente hasta
el mínimo detalle transformando toda autoría humana en consecuencia
de la acción Divina. Autoría que en la risa de Sara y la incredulidad
de Abraham nos pone de manifiesto la imposibilidad de la inteligencia
humana para por sus solas fuerzas entrar en la Mente del Creador
de todas las cosas. Imposibilidad que devendría la causa de la
ruina del Enemigo y, por efecto, de la destrucción del reino y
nación de los israelitas.
Ni es sólo esto: también Rebeca concibió de un sólo varón, nuestro padre Isaac.
Pues bien
Omnipresencia omnisciente -valga
el aforismo- que talla en el tiempo la morfología de los acontecimientos
hebreos y los convierte en una Obra Universal firmada por el Señor
de Abraham y los Profetas: la Biblia. Y esto
cuando aún no había nacido ni había hecho aún bien ni mal, para que el propósito
de Dios, conforme a la elección, no por las obras, sino por el
que llama, permaneciese,
Es decir, la Batalla Final es
entre el Cielo y el Infierno, entre Dios y la Muerte, entre el
Reino de Dios y el Imperio del Maligno. La Caída de Adán superó
los límites de la Tierra y envolvió la concepción de la Creación
entera. De aquí que en respuesta Dios dijera: “he aquí que hago
unos Nuevos Cielos y una Nueva Tierra”. Dios refunda la estructura
de su Creación. La Caída marcó un Antes y un Después no sólo en
la Historia del Género Humano sino también y sobre todo en la
propia Biohistoria Divina. Es Dios quien clama Venganza sobre
el cadáver de Adán, es Dios quien Reclama Misericordia para la
Descendencia del Hombre. Es Dios el que elige a sus siervos y
profetas, el que quita y pone, el que hace de la vida de sus personajes
bíblicos su Obra. La Biblia se transforma, desde su Inicio, en
un Libro escrito con Sangre y puesto en vivo en el escenario de
la Carne. Su cumbre, su Apogeo será el Duelo Final entre el hijo
del Hombre, hijo de Adán, y la Cabeza de la Serpiente, Satán,
hijo de Dios. Este Duelo entre hijos de Dios será su Ultimo Acto.
Cierto que la Ley obligaba a Dios a elegir un hijo del muerto,
según lo escrito: “De la vida del hombre de la mano de otro hombre
reclamaré venganza”; pero siendo un hijo de Dios el muerto la
Ley se abría a la Casa del propio Dios, de aquí que siendo un
hijo de Dios el difunto, nuestro Adán, la elección de Dios pusiera
su ojo en el de entre sus hijos el más grande, su Primogénito:
“Príncipe de la Paz, Dios Fuerte, Padre sempiterno”. Esta elección
es la que se puso de manifiesto en el Sacrificio de Isaac, y que,
conociéndola de antemano por revelación, estuvo en la causa de
la Obediencia de Abraham, sacrificando a su propio unigénito a
los pies de la Esperanza Universal de Salvación que la redención
del Pecado de Adán derramaría sobre todas las naciones del Género
Humano. Y esto, como dice el Apóstol, antes siquiera que hombre
alguno hubiera puesto sobre la mesa respuesta alguna al Drama
de la Humanidad.
le fue a ella dicho: el mayor servirá al menor
De Dios era la Batalla, Suya
la Elección y Suya la Ley por la que esta Elección se abrió a
su propia Casa. Pues si Adán no hubiera sido hijo de Dios la Elección
del Primogénito para Vengar la muerte de su hermano menor, nuestro
Adán, hubiera sido contra Ley; ahora bien, si Adán no hubiera
sido hijo de Dios la extensión de su Delito a toda la Humanidad
hubiera sido un acto contra Justicia, entrando entonces Dios como
parte del Delito. Es Cristo Jesús el que desde su Cruz Expiatoria
Justifica tanto a Dios como a Adán y hace Justicia sobre el Asesino
firmando con su Sangre su destierro de la Creación de Dios.
según lo que está escrito: Amé a Jacob y odié a Esaú.
Lo que puede traducirse diciendo:
Amé a Adán y odié a Satán. Amor y odio de los que deben sacarse
las consecuencias adecuadas en relación a nuestra propia elección
sobre el Bien y el Mal, sobre el Pasado y el Futuro. Pues la Libertad
implica que el predeterminismo de la presciencia omnisciente divina
-necesaria en cuanto la Ignorancia se mantuvo por Ley- da paso
a la inteligencia independiente que desde su pensamiento determina
su propio camino en el tiempo y el espacio. Conocer a Dios, a
Aquel que dijera de Sí Mismo: “Yo soy el que soy” es, en este
orden, infinitamente más necesario que conocer la estructura del
universo, la constitución de los tiempos o la naturaleza de los
elementos. El Espíritu de Dios ha derramado su Ley sobre toda
su Creación y no puede existir en la eternidad y el infinito sino
lo que anda a la luz de dicha Ley. Toda la Biblia, en definitiva,
no es otra cosa que la expresión en letras de este Espíritu, desde
el que San Pablo le escribe a los Romanos Horas antes de la Gran
Persecución Romana, que no sería la última pero sí la Primera.
21.La justicia
de Dios para con los gentiles y los judíos
¿Qué diremos, pues? ¿Que hay injusticia
en Dios? No,
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